Los que nos dedicamos a eso de juntar letras para ganarnos la vida con fortuna variable estamos bastante familiarizados con el término “magdalena proustiana”. Esta expresión tiene su origen en el libro "En busca del tiempo perdido", de Marcel Proust, y se refiere al momento en que el sabor de una magdalena mojada en té trae a la memoria del protagonista todos sus recuerdos de infancia; el resultado son más de tres mil páginas de la literatura más excesiva y más hermosa que nunca se haya escrito (sí, me las he leído enteritas ¿pasa algo?), y el chiste recurrente de que menos mal que no le dio por comerse una bandeja de pestiños.
Así que las palabras “magdalena proustiana” vienen a definir los sonidos, olores o sabores que tienen la capacidad de retrotraernos a momentos de nuestro pasado que creíamos más o menos enterrados en la memoria. Puede ser una canción que oigamos en la radio, una antigua fotografía, o una simple palabra.
Una de mis magdalenas proustianas de sabor más intenso en lo que se refiere a los tiempos del cole es la palabra “Fáustulo”.
¿Y quién es Fáustulo? Quizá fuera más correcto decir quién era, porque dicen que pasó a mejor vida hace ya unos cuantos miles de años. Lo que nos interesa saber sobre él son algunos datos básicos. Uno, era pastor. Dos, pastoreaba por la zona que acabaría convirtiéndose en la ciudad de Roma. Y tres, fue él quien recogió a Rómulo y Remo, futuros fundadores de la urbe, después de que fueran amamantados por la famosa loba. Todo lo cual le convierte en un personaje de lo más propenso a aparecer en las traducciones de latín.
Y eso fue exactamente lo que ocurrió. En aquellos tiempos en que los de letras caímos bajo la tutela de Manuel Plaza, traducir era una actividad común; no muy sorprendentemente, la mayoría de ellas versaban sobre la historia y tradiciones de la antigua Roma, que a fin de cuentas era donde el idioma se usaba con más entusiasmo. Unas traducciones donde uno sobrevivía a trompicones, limitado como estaba entonces por una incapacidad para concentrarse que creía congénita y por una lista de tentaciones cotidianas mucho más apetecibles que los deberes.
Pero, ah, con Fáustulo la cosa fue distinta. No tengo claro si fue porque me sobraba el tiempo libre, porque me empeñé en hacer un mínimo esfuerzo para mejorar unas notas que evaluación tras evaluación rozaban lo atroz, o por vivir nuevas experiencias, como la sensación de llegar al cole con los deberes hechos. El caso es que me puse, me puse, y yo cuando me pongo, ya se sabe... La traducción sobre Rómulo, Remo y –no lo olvidemos- Fáustulo quedó completada y en perfecto estado de revista con un día de antelación, y yo no cabía en mí de gozo por haber salido victorioso de mi confrontación con las lenguas muertas.
Pasamos a la tarde siguiente, donde en el aula de la cuarta planta los alumnos nos íbamos repartiendo por nuestros sitios (yo, más o menos por detrás, fila de la derecha, al lado de la ventana) a la espera de que apareciera Manuel Plaza. Andaba yo ordenando mis cosas y sacando brillo a mi flamante traducción, cuando me pareció oír un leve susurro pronunciado con bastante premura:
- oye, tienesechalatraduccióndehoy...
- ¿Cómo dices? – Aclaremos que mi afición a lavarme las orejas con regularidad no era por aquel entonces mucho mayor que la de entregar los deberes a tiempo. Eso sí, pude identificar que el susurro procedía de mi compañero de filas, que se sentaba en el pupitre de la izquierda y cuyo nombre voy a omitir piadosamente, por las razones que no tardarán en verse. Me giré para echarle un vistazo y le noté un estado de zozobra bastante notable: nervios, impaciencia, sudores fríos... Cara de estoy "mu" loco, vamos. Todo lo cual me permitió hacerme una idea de que me estaba solicitando algo con cierta urgencia.
- Quesitienesechalatraduccionymelapuedespasarcachocabrón... - ¡Ah, hombre, eso era! La traducción. Pues por supuesto, faltaría, más, para eso estamos. El alumnado unido jamás será vencido, hoy por ti mañana por mí, y todas esas cosas. Y es que parece mentira. No sólo termino los deberes a tiempo, sino que encima los comparto generosamente con mis compañeros; vamos, es que no hay quien me conozca. Un erudito es lo que soy. Dos, casi. Con el ademán más rumboso que pude conseguir, le pasé el texto con la traducción, gesto que no fue excesivamente apreciado, pues mi querido compañero me arrebató el papel con la delicadeza con que un tigre echaría mano a un chuletón de Ávila, y se puso a copiarlo con el frenesí de un periodista tomando notas en una rueda de prensa de Fraga. Justo a tiempo, porque en ese momento entraba Manuel Plaza en el aula y disponía sus papeles; se acercaba el momento de saber quién de todos los alumnos sería elegido para leer la traducción en voz alta. Murphy, por supuesto, estuvo a la altura de lo que se esperaba de él:
- A ver... X, ¿tienes la traducción?
Por supuesto que la tenía, con el papel aún echado humo por la fricción frenética del boli. Según costumbre, X empezó a leer mientras los demás íbamos contrastando su texto con los nuestros (algo que yo, en este caso, lógicamente, no necesitaba hacer). La cosa fue razonablemente bien, y todos repasamos la historia, o la leyenda, según se prefiera, de cómo los gemelos Rómulo y Remo, todavía bebés, sobrevivieron al naufragio donde perecieron sus padres y fueron depositados por las olas en las rocas de la playa, donde los mantuvieron...
Aquí llegó el primer tropiezo. No recuerdo el texto original, pero creo que básicamente se refería a que las olas los dejaron seguros y a salvo. Pero en no sé qué momento me lié con el diccionario y lo que traduje fue que las olas los mantuvieron secos, en plan Ausonia absorbente, vamos. Cuando X dijo la frase en voz alta se produjo la primera risa colectiva, potenciada por el comentario de Ramón Admetlla (“¡Si es que ya no hay olas como las de antes!”) que contribuyó a rematar la faena. Primera mirada asesina de X hacia un servidor.
A partir de ahí, el terreno estaba sembrado. Cuando el respetable se dio cuenta de que el dominio del latín de X se prestaba a jugosas meteduras de pata, olió a carne fresca y cada nueva frase, al margen de su exactitud, era recibida con risitas aisladas. Ji, ji. Je, je. Ja, ja. Hasta que por fin, llegamos a la aparición de Fáustulo. Fáustulo, que encontró a Rómulo y Remo en la cueva de la loba y, convencido de que aquel no era el mejor lugar para unos niños, decidió llevárselos a casa...
... Con su mujer.
¿En qué estaba yo pensando? Todavía me hago esta pregunta, y mira que han pasado años. Supongo que me imaginaba a Fáustulo pastoreando por ahí, en plan trashumante, absorbido por su trabajo como un ejecutivo de veinte siglos después, y por tanto pasando largas temporadas fuera de casa, mientras que su mujer se encargaba de la intendencia doméstica. El caso es que cuando llegue a la frase “Rómulo y Remo vivieron con Fáustulo y su mujer”, mi excesiva imaginación y un nuevo lío con el diccionario (¡qué manía le tenía a ese diccionario, rediós!) me hicieron traducirla con otro significado, que fue leído por X en voz alta (y algo titubeante) delante de toda la clase: “Rómulo y Remo vivieron CON LA MUJER de Fáustulo”. Momento en el cual Manuel Plaza puso su mejor cara de gentleman circunspecto y suavemente corrigió a X:
- Hombre... Y con Fáustulo, ¿no?
El personal no necesitaba más: ahora la carcajada fue apocalíptica y el torrente de comentarios también, la mayoría referidos a la película de Mariano Ozores que el pobre Fáustulo había montado con su señora y sus niños sin comerlo ni beberlo. La mirada que me lanzó X ya no era asesina, era directamente exterminadora, o eso supongo, porque la verdad era que yo ya llevaba un buen rato silbando y mirando al techo. Todavía quedaba traducción, pero estaba claro que se había llegado al clímax y que el nivel, a partir de ese momento, no podía sino ir cuesta abajo. De todos modos, la lectura del texto restante no fue cosa fácil para X; su tono cada vez más titubeante indicaba su miedo a que cualquiera de las frases –Ji, ji. Je, je. Ja, ja- le hiciera meter de nuevo la pata aún más profundamente.
Creo que X salió de su experiencia con un aprobado raspadillo; es decir, que la sangre no llegó al río, y finalmente la cosa se quedó en una breve popularidad entre los colegas de la frase “¿Y a Fáustulo? Pues que le den por...”. Por mi parte, decidí dejar los experimentos en latín, vistas las consecuencias trágicas que podían tener para el resto del alumnado. La cosa, la verdad, tuvo su gracia y así la recuerdo todavía, pero no estoy muy seguro de cómo se lo tomó X; por eso he decidido, como expliqué antes, quitar su nombre de esta crónica.
Por eso, y porque tampoco se trata de hacer excesiva sangre con Ramón Cebrián.
No hay comentarios:
Publicar un comentario